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Como el Instituto Metropolitano de Educación, IME, les gastó champaña a los guías turísticos, conviene hacer el elogio de este oficio que consiste en mejorarle su bagaje cultural al caminante.
Generalmente, su carné de identidad es una sonrisa de oreja a oreja. Mientras están devengando con el sudor de la lengua, los guías tienen prohibido cansarse, aburrirse, llorar, dormir.
Por el mismo sueldo son papás, mamás, médicos, actores, adivinos, narradores, siquiatras, poetas, gourmet-gourmands, historiadores, reporteros, sociólogos, banqueros, proxenetas.
Su desgastador oficio les exige un físico de atleta del decatlón. Hablan excátedra, como los papas. Cuando ignoran un dato se lo imaginan para no defraudar. Mejor no crear desconfianza.
Tienen la palabra, el verbo, por cárcel perpetua. Es su herramienta de trabajo.
Exhiben memoria de elefante enrazado en ajedrecista: se graban rápido nombre, grupo sanguíneo y aberraciones de cada uno de los miembros de su séquito.
Conocen la intimidad que se esconde debajo de una piedra. Saben que en aquella esquina estornudó, o cayó uno que se creía inmortal, imprescindible.
Como las gallinas con su culecada o las maestras de kínder con sus locos bajitos, se la pasan contando su fugaz tribu de nómadas. Hasta que no aparezca el último despistado no reinician la marcha. Ni la cháchara.
Como los ascensoristas de Nueva York están hechos para no oír, no ver, no nada. Por ejemplo, nunca contarán que menganito sufrió un sorpresivo ataque de sonambulismo que lo llevó a pernoctar en la habitación de la desestabilizadora valkiria del 417. La discreción está en el abc de su destino.
Cargan con el botiquín con menjurjes para curar un dolor de cabeza, embolatar una tusa de amor, pulverizar un olvido, mimar una muela coca. Sin guía uno queda como vecino de ninguna parte.
Los hay que no soportan excursiones en patota. Prefieren el azar del turismo a palo seco, perderse, salirse del libreto. Ir adonde no se atreven los profesionales turísticos.
Nunca sobra preguntarles por ese tour íntimo que hacen para ellos solitos, lejos del manual. Suelen deparar sorpresas.
Cada guía tiene su marca de fábrica. Una frágil uruguaya, Silvia, detectó al primer vistazo que “mi gente”, como nos bautizó, tenía los ojos en la trastienda. Para despabilarnos interpretó el tango “Malena”. Como su tocaya de la canción tenía voz de alondra.
En Londres, una flemática colega de la emblemática Natalie, informó a su coro de perplejos: Aquí los maridos compran en Harrods para sus amantes y en Mark & Spencer para sus esposas. Con esa jurisprudencia nos dejó libres una tarde color Bernardino Hoyos.
Los guías saben que sus fugaces interlocutores los volverán olvido cuando regresen a sus monotonías. Conocen las reglas de juego. Estos personajes necesarios como el agua o la luz pagarán con idéntica moneda. Y que venga el nuevo contingente de andariegos.