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Antes de la palabra, era la nada. En una vastedad oscura permanecía estático el Creador, suspenso en el vacío, con introversiones indescifrables, sellados sus labios en esa enigmática unidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, quienes se miraban absortos entre sí. Era una presencia inmóvil, una levitación mística, en una incorpórea inmensidad. Intempestivamente Dios le puso término al hastío. Dijo: hágase la luz y la luz fue.
Hubo asombro ante la desconocida claridad, que permitía ver nubes viajeras que se trasladaban sin rumbo, como copos volanderos de algodón, en esa oquedad sin confín. Iluminaron las galaxias, brotaron las inmensas hondonadas para los mares, los etéreos territorios fueron calentados por la chimenea solar, la noche tuvo sus lunas errabundas y lo que antes era silencio se pobló de sinfonías.
Pero faltaba quién gobernara la compleja población de seres, inertes unos, otros febriles siempre en movimiento. Sin saberse cómo ni cuándo, un hombre llenó el espacio del Paraíso Terrenal. Mark Twain escribió un agudo y gracioso opúsculo para explicar la evolución de Adán, rey desamparado en ese complejo mapamundi, perdido entre cordilleras coronadas de nieves, ríos que se deslizaban por entre las gargantas de las montañas, océanos en monótonos vaivenes, y un cosmos enracimado de animales. Qué mente necia pudiera imaginar que de manera inconcebible surgiera otro ser, con idéntica estructura corporal, frágil y hermosa, con una larga cabellera que se descolgaba por la ladera de su espalda, el pecho con leves pináculos flotantes y en la bifurcación de las piernas un discreto matojo en reposo, distinto al de Adán que exhibía un inquieto banderín.
Primero fue el mutuo espionaje, la coqueta aproximación de los cuerpos, el dolor de ausencia cuando uno de los dos se extraviaba en esa enmarañada vegetación sin colindancias. Percibieron que ambos se alegraban de estar juntos, que sentían placer de caminar cogidos de las manos bajo los emparrados, subiendo y bajando por inmensos vallados, reparándose con curiosidad el uno al otro, en un lenguaje de señas. Podían comer de todo, menos las frutas del árbol prohibido. Las abundosas cosechas de aquella enorme planta vetada, intrigaron a la pareja que cayó en la tentación para degustar sus mieles. Descubrieron sus delicias, y desde el momento mismo de la desobediencia se sorprendieron con la irresistible atracción de los sexos.
Hicieron nidos para los reposos, repitieron los secretos condumios, fueron felices de estar siempre juntos, sintieron los cimbronazos del amor, la dimensión de la nostalgia, y el placer de la reconciliación cuando de pronto peleaban por fruslerías.
Cuando el Creador hizo del barro una criatura y le infundió vida, cuando sus labios divinos soplaron y apareció Eva como complemento en la aburrida soledad de Adán, se maravillaron que a través de los susurros y de una afrodisíaca intimidad, se multiplicara su descendencia.
Inexpertos Adán y Eva, se saturaron en la riqueza de los coloquios que primero fueron de señas, después de sílabas y muy pronto aprendieron a ensamblar las palabras. Entre los voluptuosos ejercicios amatorios florecieron los intercambios fonéticos que, a poco andar, se convirtieron en orquesta musical.
Sí, la palabra es música. Tiene su métrica, sus propios ritmos, es neutra y tibia, se encoleriza o asordina, es intensa o relajante, calmosa como los lagos o tempestuosa y dañina como un tsunami.
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Entre los voluptuosos ejercicios amatorios florecieron los intercambios fonéticos que, a poco andar, se convirtieron en orquesta musical.